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viernes, 22 de octubre de 2010

El Icono y su incersión en el culto. Diferencias entre imagen de culto e imagen de devoción



Por la palabra ícono -del griego eikón, que significa imagen- se entendía en el ámbito de la antigua Bizancio, toda representación de Cristo, la Virgen o los santos, fuesen esas imágenes pintadas o esculpidas. Pero en el lenguaje de la historia del arte, la expresión  icono designa principalmente la imagen religiosa de la Iglesia oriental, griega y sobre todo rusa, imagen a menudo portátil, de género sacro, realizada sobre tabla de madera con una técnica peculiar y siguiendo una tradición transmitida a lo largo de los siglos.
La imagen sacra no es reductible a lo que pueda representar como objeto de interés artístico o como elemento decorativo para nuestras iglesias. Se trata de un tema que tiene relación con la filosofía, en cuanto que la imagen es esencialmente relativa a sus arquetipos, y en última instancia al ser, de cuya verdad y bondad es esplendor. Pero sobre todo tiene que ver con la teología, ya que es como un punto de encuentro de los grandes temas de la fe y condensa la quintaesencia del misterio cristológico escudriñado por los seis primeros concilios de la Iglesia. A este respecto afirma V. Lossky, un eminente teólogo ruso, que si el hombre es loguikós, es decir, racional, o mejor, "a imagen" del Logos, todo lo que concierne al destino del ser humano -la gracia, el pecado, la redencion por el Verbo hecho carne- deberá relacionarse igualmente con la teología de la imagen. Lo mismo se puede decir de la Iglesia, de los sacramentos, de la vida espiritual, de la santificación, de la esjatología. No hay rama alguna de la enseñanza  teológica que se pueda aislar completamente del problema de la imagen, sin correr el riesgo de separarla del tronco vivo de la tradición cristiana.
A ésta razón más elevada -la razón teológica- del interés de un estudio sobre el ícono, podemos agregar otra de índole prevalentemente pastoral. En una civilización como la actual, que se ha dado en llamar "civilización de la imagen", en un mundo prácticamente sumerso en la imagen, en toda suerte de imágenes, violentas, eróticas, comerciales, imágenes impactantes y seductoras, se hace más necesario que nunca la presencia de la imagen pura, de la imagen santa, de la imagen que haciéndonos sensibles a la verdadera belleza, la de Dios y la de su creación, eleve nuestro corazón al conocimiento de los divinos misterios. Una imangen que no provenga de los bajos fondos de la subconciencia, fomentando deseos tortuosos, sino que descienda de lo alto y nos conduzca hacia lo alto.

Como sabemos el arte bizantino no se limita a la ciudad de Constantinopla, ni siquiera a los confines del imperio bizantino, pero es en Rusia donde el arte bizantino dejó su impronta más profunda y duradera. 
Las iglesias rusas impresionan por la riqueza de su decoración: hay en ellas frescos y mosaicos sobre las paredes, y numerosos iconos, no sólo en el iconostasio, sino también en mesitas especiales, inclinadas a modo de atriles, que los acercan a la veneración y el beso de los fieles.
Desde su infancia, los cristianos orientales están habituados a los iconos y saben lo que cada uno de ellos significa, de ahí que cuando los ven, los reconocen inmediatamente. Al entrar en una iglesia, no hacen genuflexión, como en occidente, sino que se acercan directamente a los iconos allí expuestos, se inclinan con reverencia, se persignan una o tres veces, tocando en ocasiones el suelo con la mano derecha, y, después de una breve plegaria, besan primero la imagen de Cristo, luego la de su Madre, y eventualmente la de la fiesta o del período litúrgico correspondiente, que siempre está expuesta en el centro de la iglesia sobre un atril elevado. Junto a los iconos arde un grueso cirio o un candelabro con varias velas, que los fieles encienden como expresión de su invocación interior.
La veneración del icono se relaciona con el tiempo y con el espacio. Con el tiempo, ante todo, ya que se dirige de manera particular al icono de la fiesta que se celebra ocasionalmente en el culto. Cuando llega a su día es solemnemente llevado por el sacerdote a un sitio destacado de la iglesia, entre cantos e incienso, para permanecer allí, incluso después de la fiesta, aproximadamente por  una semana. Las grandes iglesias poseen imágenes de todos los santos que se festejan a lo largo del año. El icono de la Resurrección es retirado sólo en la vigilia de la Ascención. Asimismo se veneran con predilección los iconos del lugar, es decir, los grandes iconos de Cristo, de la Virgen, y especialmente el que representa la advocación o el misterio titular de la iglesia, que están fijos en la fila inferior del iconostasio.

El icono forma parte integrante de la liturgia bizantina. Sin él quedaría trunca la proclamación del misterio conmemorado por la Iglesia mediante los textos litúrgicos leídos o cantados. No se trata de una simple adición, como si se sumara la imagen a la palabra, sino de una presencia enriquecedora de la palabra. De ahí la costumbre de multiplicar las incensaciones que recaen no sólo sobre los libros sagrados y los fieles presentes, sino también sobre los iconos, como para destacar la unidad de la Iglesia terrestre, concretada en los cristianos que allí se encuentran, y la Iglesia celestial, figurada en los diversos iconos.(1)


IMAGEN DE CULTO E IMAGEN DE DEVOCIÓN


En el ámbito oriental, el icono no es simplemente una imagen de tema religioso. Es una imagen sacra, cuyo lugar propio es el culto. A semejanza de la palabra, forma parte integrante de la liturgia. Por eso, luego que el artista termina de pintar su icono, un sacerdote debe consagrarlo. Este rito realiza una verdadera "desprofanización": la Iglesia lo retira del plano puramente artístico y lo ubica en el mundo de los "sacramentales", lo carga con una misión cultual. A nosotros los occidentales no nos sorprende encontrar en un anticuario un cuadro de tema religioso, pero nos chocaría ver allí un cáliz en pública subasta. Para un oriental el escándalo es el mismo: ya se trate de un vaso sacro o de un cuadro sacro, la profanación es semejante.

Quede pues, en claro, que a diferencia del cuadro de tema religioso, el icono es arte sagrado. Ya se lo utilice en el orden doméstico para la oración familiar, o en la iglesia para la liturgia, es siempre objeto de un verdadero culto, lo que lo diferencia sustancialmente de la simple imagen de piedad, que con frecuencia se usa tan sólo con fines de ornamentación. De ahí que los cristianos del Oriente consideran una profanación toda actitud que signifique falta de consideración por los iconos, por ejemplo, fumar delante de ellos. Exponerlos en un museo equivale simple y llanamente a una desacralización. Si no es venerado, el icono deja de ser tal.(2)
Nadie ha penetrado como Guardini en la diferencia que existe entre lo que él llama "imagen de culto" y la "imagen de devoción". 
Por imágenes de culto entiende Guardini al Cristo de Monreale, la Maddona de la iglesia de Torcello, los Santos de San Apolinar, y todo lo a ellos semejante en mosaicos, vitraux, esculturas y pinturas. En cambio, imágenes de devoción al Cristo de Miguel Ángel, la Madonna de Tiziano, las figuras de Rafael, Rubens, y cuanto tiene algún parentesco con dichas imágenes.

La imagen de culto no procede de la experiencia interior del artista, sino del ser y el gobierno de Dios, que obra sobre el mundo a traves de sus palabras y de sus "gestas", y particularmente por el misterio de la encarnación del Verbo. De esta realidad y este gobierno salvador de Dios procede la imagen de culto, cual instrumento de la economía de salvación. La imagen de devoción, en cambio, brota de la vida interior del individuo, sea del artista o del que la encarga, sea del pueblo o de la época, con sus corrientes y tendencias propias. También este tipo de imágenes se refiere a Dios y a su gobierno, pero como procediendo de la piedad humana. Es decir, mientras que la imagen de culto parece venir de la trascendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia, de la interioridad.

Estamos acostumbrados a equiparar lo religioso con la interioridad; mientras así lo hagamos, nada podremos entender de la imagen de culto, porque ésta no tiene "interioridad", o mejor, interioridad humana, psicológica. Si se quiere seguir hablando de interioridad habría que atreverse a decir que en dicha imagen se hace perceptible la interioridad divina. Tampoco puede buscarse en la imagen de culto ningún tipo de "psicología", en el sentido habitual de la palabra.

En la imagen de culto, Dios se hace presente. Por cierto que el cristianismo, mirando una imagen de Cristo no dirá: "Esto es Cristo". Pero si se trata de una auténtica imagen de culto, y él es capaz de verla como corresponde, entonces  tampoco dirá meramente: "Esto representa a Cristo". Lo que entiende es una tercera cosa, distinta de las otras dos. Frente a semejante postura, la sensibilidad de la Edad Moderna tiende a tacharla enseguida de "cosificación" de lo religioso, de magia, de primitivismo. En realidad ello significa no que el hombre moderno sea un hombre superior, sino simplemente que ha perdido un órgano, el único órgano que le permitiría captar esa cosa especial. Se le puede llamar el órgano para el misterio, o para lo litúrgico, o, dicho más en general, para el símbolo. De lo que se trata es de una forma propia de presencialización, que no se puede reducir a otras: la presencia mediante la imagen sagrada.

Podría decirse que en la imagen de culto priva lo divino, y en la imagen de devoción predomina lo humano. Esta última no intenta expresar tanto la realidad sagrada cuanto más bien la realidad experimentada. Lo que en ella habla es el hombre. Ciertamente el hombre creyente piadoso, pero siempre el hombre. Ante la imagen de culto uno no se pregunta; ¿Quién la hizo, cómo la realizó?. Con frecuencia esas imágenes son anónimas. La obra humana queda en un segundo plano. Lo que resalta es la presencia sagrada. En cambio, la imagen de devoción revela primordialmente la personalidad de un hombre determinado, el artista. El que hace una imagen de culto no es un "creador", si tomamos esta palabra tal como solemos emplearla, sino un servidor, alguien que obra con una finalidad bien determinada: hacer posible la presencia de lo sacro. En la imagen de devoción, el hombre tiene una iniciativa completamente distinta. No busca configurar un marco donde pueda ingresar la presencia, sino representar lo que imagine su fantasía.

La imagen de culto está en relación con el dogma, con el sacramento, con la realidad objetiva de la Iglesia. Por eso el que la lleva a cabo ha de someterse a una misión e incluso un control por parte de la Iglesia. En la imagen de culto se prolonga el dogma,  la verdad de la fe, el orden sacramental, que no proceden de la experiencia interior, sino de Dios y de la sagrada doctrina. Está hermanada con la teología y, desde este punto de vista, una imagen puede constituir una herejía objetiva. De modo totalmente diverso ocurre con la imagen de devoción, en estrecha relación con la vida individual del cristiano.

La imagen de culto es sagrada, en el sentido estricto de la palabra, imagen de majestad. Si bien atrae por su belleza, resultando fascinans, en ella se hace también perceptible lo tremendum, lo inaccesible de Dios, consolidando en el hombre el sentido de su creaturidad. La imagen de culto destaca las fronteras que separan al hombre de lo divino. La imagen de devoción, por el contrario, tiende puentes, manifestando más bien la semejanza entre lo humano y lo divino.

El lugar pertinente de la imagen de culto es el ámbito de lo sagrado. Se accede a ella desde lejos, en forma de peregrinación, y luego uno se vuelve a apartar de ella, regresando al lugar de origen, a la casa, a la patria, conmovido y santificado. Es cierto que, en ocasiones, puede ser llevada por las calles y el campo, pero no se queda allí, sino que regresa a lo sagrado. Tampoco tiene su lugar natural en una casa. Y cuando, a pesar de ello, como acontece en el Oriente, están en una casa y se la percibe tal como es, inmediatamente forma un enclave sacral; un lugar reservado en la pared, un rincón, un cuarto, en prolongación de lo sagrado, nítidamente distinguido del restante espacio utilitario. La imagen de devoción, por su parte, aunque se halle en una iglesia, lo está en cuanto que la iglesia es considerada, antes que el lugar de los misterios divinos, como un ambiente religioso, un sitio de edificación; está allí cual un adorno, sin distinguirse del modo como se encuentra normalmente en una casa, en la pared de un cuarto. El llegar hasta ella y el retirarse, no tiene un carácter cualitativo, sino sólo espacio-temporal.

La auténtica imagen de culto proviene de la inspiración del Espíritu Santo. Es cierto que toda obra de arte exige no sólo dotes en su autor sino también inspiración, y en este sentido, si es auténtica, tiene cierta dependencia del Espíritu Santo. La imagen de culto, sin embargo, está en un sentido especial bajo la dirección del Espíritu: sirve a su obra en la Iglesia, de modo análogo a como le sirve la inteligencia cuando hace teología (cf. Ex 33,31-34), o el vidente cuando profetiza. Quizás sea lícito incluir el don del arte sagrado entre los carismas del Espíritu, de que habla San Pablo.(3)

Termina Guardini sus reflexiones afirmando que la imagen de culto tuvo su período de esplendor en los tiempos pasados, entre los que señala el primitivo cristianismo, el románico y el primer gótico. Obviamente hemos de agregar, en el ámbito oriental, el arte bizantino y su derivación rusa. Luego predominaron las imágenes de devoción. Y cierra su artículo preguntándose: ¿Será todavía hoy posible la imagen de culto?.(4)

Un excelente complemento al análisis de Guardini nos lo ofrece Evdokimov cuando, refiriéndose a este tema, dice que toda obra puramente estética se abre en un tríptico cuyas partes son el artista, la obra y el espectador. El artista ejecuta su obra y suscita una "emoción" admirativa en el alma del espectador. El conjunto está encerrado en este triángulo del inmanentismo estético. Y aun cuando la obra de arte verse sobre un tema religioso, y consiguientemente la emoción se haga sentimiento religioso, éste no proviene sino de la capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo, y no es apto para enmarcarse en el contexto del misterio litúrgico. El arte sacro del icono, por el contrario, trasciende el plano emotivo, y por eso, no haciendo concesiones a la sensibilidad, se muestra con una cierta sequedad y despojo hieráticos. En razón de su función litúrgica, el icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo consiguiente, abriéndose a un cuarto principio que está más allá del triángulo, a saber, la trascendencia. Ante la parusía teofánica, el hombre se prosterna en adoración.





(Extraído de "EL ICONO. Esplendor de lo sagrado" (P. Alfredo Sáenz, S. J., Ediciones Glaudius 1997)

Notas:
(1) Cf. M.Donadeo, Le icone, Morcelliana, brescia, 1980,pp.54-57. N. Zernov escribe en su libro Cristianismo Oriental: "La libertad y espontaneidad de los cristianos de Oriente deriva de la convicción de ser todos miembros de una sola gran familia compuesta de vivos y muertos; los cristianos van a los oficios litúrgicos como huéspedes a un banquete en que los santos ocupan el lugar de honor. Tal sentimiento justifica la presencia de un número tan importante de iconos. Por esos signos visibles el cristiano quiere de hecho acordarse de sus huéspedes invisibles y su primer gesto al entrar a la iglesia es saludarlos, ofreciéndoles una vela encendida, símbolo de amor y del recuerdo continuo de sus antepasados. A menudo se completa este gesto besando el icono con deferencia. Esta costumbre corresponde al antiguo saludo cristiano del ósculo de paz". Zernov, nacido en Moscú en 1898, era profesor de cultura religiosa ortodoxa en la Universidad de Oxford cuando escribió este libro.
(2) Cf. T.Spidlik, "El icono, manifestación del mundo espiritual", en Gladius 5 (1986),p.97. Spidlik cita en su favor un contexto de Florenskij: "Fuera de su relación con la luz, fuera de su función, la ventana es como inexistente, muerta, no es una ventana: arrancada de su relación con la luz, no es sino madera y vidrio...Lo mismo ocurre con los iconos, representaciones verbales de apariciones misteriosas y sobrenaturales": Le Porte Regali...,p.59.
(3) Cf 1Cor cap.12. Si también el arte de devoción depende en alguna forma del Espíritu, el toque divino sólo se traduce en la creatividad individual, sin explícita ordenación al ámbito de los misterios sagrados.
(4) Cf. "Imagen de culto e imagen de devoción" (Kultbild und Andachtsbild), en Obras I, Cristiandad, Madrid, 1981, pp.335-349.



lunes, 11 de octubre de 2010

Vida monástica oriental.



La vida monástica se da en la realidad a través de sus dos manifestaciones visibles: el monje y el monasterio.

1)
El monje es un bautizado que, urgido por Dios, se adentra en la senda angosta. “El que pierda su vida por mí, la encontrará” dice Jesús. La esencia de su ser es el combate espiritual, cuyas armas son la obediencia al Padre espiritual y la vigilancia del corazón. Su actualización, es la oración ininterrumpida, y su vehículo es la obediencia (servicio o tarea que se realiza a favor de la comunidad). Su explicación, es la comunidad de monjes a la que está unido por todas las notas constitutivas de su ser. En el Oriente Cristiano, que es donde ha nacido el monaquismo, éste ha sido discernido como meta figurada de todo cristiano, ya que el monje ha tenido oídos y ha oído algo que lo ha llevado a ser símbolo de la Iglesia, que hace penitencia:

Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Purificaos, pecadores, las manos; limpiad los corazones, hombres irresolutos. Lamentad vuestra miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tristeza. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará” (St. 4, 6-10) 

Desde un principio los cristianos apreciaron la continencia por el Reino de los Cielos. Pero esta vida nunca estuvo concebida como una mera soltería, sino como una respuesta al Amor Divino, a la manera de las vírgenes prudentes del Evangelio. Toda alma está llamada a un trato y unión esponsal con Dios, definitiva en el Cielo y que asume formas que a la distancia podrían confundirse con las realidades meramente naturales. 

Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt. 19, 12)

Así como el matrimonio cristiano, aspira a ser una Iglesia doméstica en la fecundidad que brota del Amor de los esposos a Dios y entre sí, el hacerse “eunuco por el Reino de los Cielos” implica una apertura a Dios unificada, exclusiva, profética del Reino venidero. Ante las preguntas capciosas de los saduceos, Jesús dice:

Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios. Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo. Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído aquellas palabras de Dios cuando os dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mt. 22, 29-32). 

El Dios Viviente nos llama a la Vida eterna, y la renuncia a esta vida está únicamente dirigida a la adquisición de esa Vida abundante que habrá de ocupar su lugar.

Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas. Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador” (Col. 3, 4-10)

2)
El monasterio es el recinto dentro del cual se desarrolla ordinariamente la vida del monje. Es significativo que incluso cuando se construye uno, se prevé que la puerta de entrada y salida sea una sola. Exactamente como el redil de las ovejas del que habla Jesucristo, el Buen Pastor. Es que este ámbito sagrado cobija un reflejo de la Iglesia en pequeño y está destinado a pulsar en su interior la Vida abundante que Dios infunde en su Cuerpo Místico.

Su esencia es la
Regla monástica, que es el marco objetivo de vida del Evangelio que responde ya no al “qué he de hacer”, sino al “cómo”. Su particularización es la celda del monje, (no por nada los Santos Padres del desierto decían “enciérrate en tu celda, y ella te lo enseñará todo”), y su resumen, el Katolicón o templo principal del monasterio. Originalmente los monasterios se ubicaban en lugares poco accesibles, apartados del mundo. A partir de que los monasterios se hicieron en lugares accesibles, la clausura representó esa huida del mundo y de sus obras. Aunque el monasterio no tuviera a esta de modo absoluto, sigue siempre constituyendo su clima interno, el tono de su alma. (1)

El verdadero monje es aquel que vive plenamente la muerte y la resurrección ha experimentado cuando la iniciación bautismal. Y si el monaquismo es  “La vida según el Evangelio”, entonces, es una vida de amor. Es el cumplimiento de los dos grandes mandamientos evangélicos de amar al Señor nuestro Dios y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt. 2, 37-39).


PATERNIDAD, HOSPITALIDAD, ORACIÓN



Se cuenta  la historia de tres monjes que hacían juntos una visita anual a San Antonio el Grande (251-356). Dos de entre ellos llegaban cada año con numerosas preguntas, mas el tercero permanecía siempre silencioso y no preguntaba nada. Luego de muchas visitas semejantes, Antonio se dio vuelta hacia el tercero y le dijo: “Escucha: tú has venido aquí tantas veces, y sin embargo no me preguntas jamás nada”. “Padre”, replicó el otro, “me basta mirarte”. Tal era el modo en que san Antonio el ermitaño expresaba su amor por un ministerio pastoral directo. Él es el prototipo de una figura que reaparece sin cesar en la historia del monaquismo oriental: “el anciano” carismático, el guía espiritual, llamado geronta por los griegos y staretz por los eslavos. Es allí, en su ministerio de paternidad espiritual, que encontramos la diakonía fundamental del monaquismo para con la sociedad, su contribución visible más significativa a la transfiguración de la vida humana. En la vida de muchos otros santos monjes en el curso de los siglos –Benito en Italia, Sabas en Palestina, Sergio de Radonezh y Serafín de Sarov en Rusia-, se discierne precisamente el mismo movimiento que en la vida de Antonio: una huída en vista a un retorno. El monje comienza por retirarse en la soledad, pero, más tarde, abre su puerta al mundo del que ha huido antaño. Dicho ministerio de paternidad espiritual permanece tan importante hoy como lo fue en el pasado

En la tradición de san Pacomio, los monjes sirven a la sociedad de modo igualmente directo. Desde el comienzo, los monasterios cenobíticos han considerado siempre la hospitalidad como formando parte de su vida cotidiana. “Cuando recibimos a los visitantes”, declara abba Apolo en Las sentencias de los Padres del desierto, “deberíamos prosternamos delante de ellos, ya que no es delante de ellos que nos prosternamos, sino delante de Dios.
La paternidad espiritual es el más importante servicio exterior del monaquismo al mundo; mas hay un servicio interior aún más importante. En uno de los más antiguos textos monásticos, se cuenta la historia de un joven monje que va a su padre espiritual en estado de sombrío desaliento. “Padre, ¿qué debo hacer?, pregunta, pues mis pensamientos me oprimen y me dicen: No haces ningún progreso; parte de aquí”. El anciano respondió: “Dí a tus pensamientos: Por el amor de Cristo, cuido los muros”. Cuido los muros: los monjes son como los centinelas sobre las murallas, protegiendo a los otros miembros de la Iglesia, mientras que cumplen sus labores cotidianas en el recinto entre los muros. “Cuido los muros”, ¿contra quien? Los primeros monjes tenían una respuesta precisa: contra los demonios que son los enemigos comunes de la humanidad. Retirándose al desierto, dominio de los demonios, a fin de entablar la lucha contra las fuerzas del mal, el monje hace, por eso mismo, un bien al mundo entero (Con ese propósito, si se comprende el desierto en tal sentido, como dominio de los demonios, uno puede preguntarse dónde se encuentra “el desierto” en nuestro mundo contemporáneo: ¿en el campo o en la ciudad?) ¿Y con cuáles armas el monje protege los muros contra las fuerzas demoníacas? Una vez más, la tradición monástica responde de manera específica: con las armas de la oración.

Así, pues, este es principalmente el modo en que el monje sirve al mundo: no en primer lugar por las obras exteriores de caridad o por la erudición, no ante todo por la hospitalidad ni siquiera por el consejo espiritual, sino por el trabajo interior de la oración. El amor de un monje se expresa ante todo por su oración: su oración es su amor. Sirve a su prójimo rezando. No simplemente por su oración de intercesión, sino por toda su oración, sea de arrepentimiento, alabanza o silencio. Cuando san Teodoro Estudita (759-826), proclamaba que “los monjes son la fuerza y la base de la Iglesia”, era ciertamente este ministerio de oración el que tenía en vista ante todo. Precisamente porque reza, el monje no está separado del mundo, por grande que sea su aislamiento exterior, pues la oración, aunque interior y personal, no es jamás solitaria: aquel que ofrece una oración auténtica y viva reza siempre como miembro de un cuerpo, en unión con todos aquellos que rezan, y en realidad con la humanidad entera, tanto si ella reza o no. Toda oración es comunitaria y cósmica. Cuando el monje dice la Oración de Jesús, “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, dice al mismo tiempo «ten piedad de nosotros», incluso si aquella puede no ser la forma aparente de las palabras que emplea. Su invocación no sería una oración auténtica si fuera dicha para él solo. Así, en virtud de su oración, el monje está, según la palabra de Evagrio Póntico (346-99), “separado de todos y unido a todos”.

Presuponiendo como ella esta mutua coherencia, la oración es una fuerza dinámica y transfigurante, incluso cuando permanece enteramente oculta. Más es hecho quizás por mantener la paz en nuestra generación por aquellos hombres y mujeres en la oración incesante, enteramente inadvertida para el mundo exterior, que por todos los políticos y diplomáticos. Los ermitaños llevan quizás a Cristo más hombres que cualquier escritor o predicador, cualquiera que sea su elocuencia. “Adquirid la paz interior”, decía san Serafín, “y miles a tu alrededor encontrarán su salvación”. Si algunos hombres se vuelven oración, ha notado Olivier Clément –oración que es “pura” y, a juzgar por las apariencias, perfectamente inútil- transforman el universo por el solo hecho de su presencia, de su existencia misma. Tal es precisamente la vocación del monje: ser una presencia, la presencia de la oración, ayudar al mundo no tanto de manera activa que de una manera existencial, no tanto por lo que hace que por lo que es, volviéndose él mismo oración viviente. 

Transfigura el mundo transfigurándose él mismo. En toda la historia de la Iglesia, los monjes han sido muchas veces la ilustración de esta paradoja: aquel que rechaza preveer y organizar, que no busca determinar cuál es para él el mejor medio de ser útil al prójimo, sino que se vuelve simplemente hacia Dios con un amor infinito, es a menudo ese justamente quien, más que todos sus contemporáneos, aporta más, y duraderamente, a la sociedad entera. Puede que el monje sueñe menos en convertir al mundo y más en convertirse él mismo: más oportunidades habrá que el mundo se encuentre de hecho convertido.

“Ved esta ventana, dice Tchouang Tseu, no es más que un agujero en el muro, más, gracias a ese agujero, toda la habitación está llena de luz. Así, cuando todas nuestras facultades están vacías, nuestro corazón está lleno de luz. Y el hecho de estar lleno de luz produce una influencia que transforma secretamente a nuestros prójimos”.El monje es precisamente ese agujero en el muro, a través del cual pasa la luz increada del Señor. Vaciando totalmente su corazón y no dejando más que la oración, se vuelve una ventana para la Iglesia y para el mundo.

También los monjes han ocupado un rol profético o esjatológico, recordando a los hombres que el reino de Dios no es un reino de este mundo. Y tal es siempre su rol en el seno de la Iglesia. La actitud del monje es esencialmente una actitud de espera. “El monje, dice san Isaac el Sirio (siglo VII), es aquel que pasa todos los días de su vida en ayuno, sed y penitencia en razón de su espera de la esperanza celestial”. Los monjes son los profetas y los heraldos de la segunda venida de Cristo: al igual que los profetas del Antiguo Testamento han predicho la primera venida de Cristo y la Encarnación, son los monjes, en el seno de la Iglesia, los que anuncian su segunda venida, no tanto con sus palabras como con su vida misma.

 
ORACIÓN Y ARREPENTIMIENTO CONTINUO:


En Las sentencias de los Padres del desierto, leemos: “Contaban aún esto con respecto a Abba Arsenio: un sábado, tarde a la noche, se mantuvo de pie, dando la espalda al sol poniente, y se puso a rezar levantando los brazos al cielo; y quedó así hasta que el sol del alba iluminó su rostro (…) Un hermano se volvió hacia la celda de Abba Arsenio, en Scete, y miró por la ventana; y vio al anciano como si estuviera enteramente en llamas” .
Ambos relatos nos exponen el ideal monástico. El monje es aquel que se mantiene continuamente ante Dios en oración, aquel que se identifica tan totalmente con el acto de rezar que se vuelve él mismo una llama viviente de oración. Esta llama viviente es la manera en que se expresa su amor a Dios y al hombre, y por esta llama de oración sirve a la sociedad y participa activamente en la transfiguración del mundo.
He aquí, pues, el ideal: ¿qué sucede en la práctica? En una de sus obras, el escritor ortodoxo finlandés Tito Colliander registra la conversación siguiente entre un monje y un laico: “¿Qué hacéis, pues, en el monasterio?”, pregunta el laico. Y el monje responde: “Caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos, caemos otra vez y nos levantamos otra vez”. El monasterio es un sitio de oración continua, pero también de arrepentimiento continuo. La Oración de Jesús, que ocupa un lugar central en la formación espiritual del monje, es entre otras cosas una oración de penitencia, un ardiente pedido de perdón: “ten piedad de mí, pecador”. La familia monacal, como toda familia compuesta de marido, mujer y sus hijos, es un grupo de seres humanos pecadores que, con la ayuda de Dios, aprenden lentamente a llevar una vida común, que no cesan de caer y, sin embargo, luego de cada fracaso, se esfuerzan en empezar de nuevo. (2)


La tradición monástica ha siempre sido reconocida en la Ortodoxia como el testimonio más auténtico del Evangelio de Cristo. Como los profetas del Antiguo Testamento, como los mártires (testigos) del cristianismo de los primeros siglos, los monjes hacen al cristianismo creíble. Mostrando que se puede llevar una vida de oración y de culto luminoso, alegre, plena de sentido, sin ser dependiente de las “condiciones normales” de este mundo, dan una prueba viviente de que el Reino de Dios estaba verdaderamente en medio de nosotros. El retorno a una tradición semejante sería particularmente significativo en medio de nuestro mundo secularizado y militante. Una humanidad que pretende hoy que ha “alcanzado su mayoría de edad” no pide la ayuda del cristianismo en su búsqueda por un “mundo mejor”. Ella puede, sin embargo, estar de nuevo interesada por la Iglesia, si la Iglesia es capaz de mostrar un mundo no solamente mejor, sino verdaderamente nuevo y diferente. Es esto lo que tantos jóvenes buscan, pero que descubren desgraciadamente en medio del budismo zen, y generalmente en medios psicodélicos u otros modos de escaparse hacia la muerte.
Los monjes son los testigos de este nuevo mundo. Si hubiera más comunidades auténticas entre nosotros, nuestro testimonio sería más fuerte.




(1) La vida monástica (1º parte)
(2) El monaquismo, sacramento de amor (Kallistos Ware)
(3) Matrimonio, celibato y vida monástica (Jean Meyendorff)